El personaje es eso que algunos somos a falta de algo que nos deje serlo todo, es como un recipiente muy chiquito o ir a comprarse un par de zapatos: bien podrían haber sido mocasines en vez de borcegos. Construidos en función de los más variados intereses, es de esperar que la relación personaje-actor genere, eventualmente, algún tipo de conflicto. Ni bien el personaje nace comienza la contradicción, siendo en ocasiones tan profunda que hay quien llega a odiar esta fructífera dualidad con todas sus fuerzas.
Pese a todo, y por raro que parezca, es en la eterna pelea y confrontación contra el personaje que la vida puede alcanzar algo de equilibrio. Si bien éste es necesario para manejarse y realizar determinadas tareas intrínsecas a nuestra naturaleza, entendiéndose por tales acciones cosas como presentarse ante desconocidos o conseguir un empleo, el mismo carece de cualquier cualidad que trascienda las tres dimensiones del mundo físico. Y posiblemente el mayor riesgo que corre un ser humano (los cuales son, en su conjunto, de la más amplia variedad) es el de creerse su personaje, ya que en tal acto renuncia a gran parte de su ser.
Si en el teatro los actores se vieran obligados a representar la misma obra durante todo el día por un par de años, no sería una locura suponer que varios de ellos terminarían, sino creyéndose su personaje, adoptando diversas actitudes propias de aquel a quien encarnaron. Y también es así que quien ha mantenido en cartelera la misma obra por gran parte de su vida, difícilmente pueda resistir el asedio constante del guión que por la fuerza memorizó, y ahora ya sólo repite. Podríamos decir que el momento en el que uno desconfía sobre la existencia de su personaje, en el que cree que esas palabras son realmente suyas y no la obra de algún guionista infernal, es la señal de que comienza a ser devorado, encaminándose a una metamorfosis que en otros términos jamás habría aceptado realizar. Dicho en otras palabras, acaba de salir de la tienda con un elegante par de zapatos que ya nunca más cambiará.
Quién sabe. Quizás la vida sin personajes sea posible, no es que no se haya tratado antes. Pero por si alguien pregunta, desconfío: sería como tirar toda esta escenografía abajo, esta que tanto trabajo nos costo levantar, para cambiarla por un deslucido cuadrilátero de box. Sería como darle un par de guantes a cada actor. Sería como una carrera hasta el knockout, sin límite de asaltos.
Y nadie paga por esa función.
martes, 17 de junio de 2008
lunes, 9 de junio de 2008
Crítica a un crítica.
Desesperados por encontrar algún orden divino, por escuchar y comprender las lenguas paganas que (¡les han jurado!) murmuran detrás todo. Sólo por esa necesidad tan vieja y puta de adjetivar las cosas, de llamarlas bellas, y pasarse la vida buscándoles alma y fundamento.
Falta tanto para que nos entreguemos, resignados, a la única esencia del mundo. Al absurdo.
Todos esos poetas que quieren materializar la poesía. Todos esos músicos deseando que la vida sea una sinfonía perfecta. Ese arrastrar musas al cuerpo de mujeres moribundas, absolutamente decididos a ignorar las escatológicas pruebas que evidencian la imposibilidad de tal empresa.
Como si no les alcanzará con esta vida que se palpa. Quieren más. Quieren delicadeza, arte, mucha metáfora. El alma les duele cuando van de cuerpo y ven, horrorizados, todo eso que paren sus entrañas, a tal punto que, en cualquier momento, comenzarán a negar el producto de sus necesidades fisiológicas.
No les alcanza con esta ciudad humanamente podrida, quieren un París, quieren velas, quieren la suavidad de veredas más amigables, la pedante alcurnia que otorga el jugar a tomarse la vida como una sucesión de hechos trascendentales. A usar palabras por como suenan, bajo el riesgo de no decir nada. Inocentemente, y en secreto, suspiran por que esos caballos ya no tiren los carros de cartoneros, sino a una decena de carretas ribeteadas en bronce forjado.
Se han encaprichado con que la vida ha de ser exquisita y sublime. Han pactado la supresión definitiva de cualquier alusión a los eructos y a la flojeza de vientre. Van a tapar a aquella mitad del mundo que tildaron de vulgar.
Pero el absurdo, que no reina ni comanda, que sólo existe como garantía tragicómica e insobornable, no por algún motivo, si no más bien por ausencia de ellos, de a poco les comerá la cabeza. Y entonces ya no les dará vergüenza decir o escribir palabras como mierda.
Brindemos por eso.
Falta tanto para que nos entreguemos, resignados, a la única esencia del mundo. Al absurdo.
Todos esos poetas que quieren materializar la poesía. Todos esos músicos deseando que la vida sea una sinfonía perfecta. Ese arrastrar musas al cuerpo de mujeres moribundas, absolutamente decididos a ignorar las escatológicas pruebas que evidencian la imposibilidad de tal empresa.
Como si no les alcanzará con esta vida que se palpa. Quieren más. Quieren delicadeza, arte, mucha metáfora. El alma les duele cuando van de cuerpo y ven, horrorizados, todo eso que paren sus entrañas, a tal punto que, en cualquier momento, comenzarán a negar el producto de sus necesidades fisiológicas.
No les alcanza con esta ciudad humanamente podrida, quieren un París, quieren velas, quieren la suavidad de veredas más amigables, la pedante alcurnia que otorga el jugar a tomarse la vida como una sucesión de hechos trascendentales. A usar palabras por como suenan, bajo el riesgo de no decir nada. Inocentemente, y en secreto, suspiran por que esos caballos ya no tiren los carros de cartoneros, sino a una decena de carretas ribeteadas en bronce forjado.
Se han encaprichado con que la vida ha de ser exquisita y sublime. Han pactado la supresión definitiva de cualquier alusión a los eructos y a la flojeza de vientre. Van a tapar a aquella mitad del mundo que tildaron de vulgar.
Pero el absurdo, que no reina ni comanda, que sólo existe como garantía tragicómica e insobornable, no por algún motivo, si no más bien por ausencia de ellos, de a poco les comerá la cabeza. Y entonces ya no les dará vergüenza decir o escribir palabras como mierda.
Brindemos por eso.
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