Desesperados por encontrar algún orden divino, por escuchar y comprender las lenguas paganas que (¡les han jurado!) murmuran detrás todo. Sólo por esa necesidad tan vieja y puta de adjetivar las cosas, de llamarlas bellas, y pasarse la vida buscándoles alma y fundamento.
Falta tanto para que nos entreguemos, resignados, a la única esencia del mundo. Al absurdo.
Todos esos poetas que quieren materializar la poesía. Todos esos músicos deseando que la vida sea una sinfonía perfecta. Ese arrastrar musas al cuerpo de mujeres moribundas, absolutamente decididos a ignorar las escatológicas pruebas que evidencian la imposibilidad de tal empresa.
Como si no les alcanzará con esta vida que se palpa. Quieren más. Quieren delicadeza, arte, mucha metáfora. El alma les duele cuando van de cuerpo y ven, horrorizados, todo eso que paren sus entrañas, a tal punto que, en cualquier momento, comenzarán a negar el producto de sus necesidades fisiológicas.
No les alcanza con esta ciudad humanamente podrida, quieren un París, quieren velas, quieren la suavidad de veredas más amigables, la pedante alcurnia que otorga el jugar a tomarse la vida como una sucesión de hechos trascendentales. A usar palabras por como suenan, bajo el riesgo de no decir nada. Inocentemente, y en secreto, suspiran por que esos caballos ya no tiren los carros de cartoneros, sino a una decena de carretas ribeteadas en bronce forjado.
Se han encaprichado con que la vida ha de ser exquisita y sublime. Han pactado la supresión definitiva de cualquier alusión a los eructos y a la flojeza de vientre. Van a tapar a aquella mitad del mundo que tildaron de vulgar.
Pero el absurdo, que no reina ni comanda, que sólo existe como garantía tragicómica e insobornable, no por algún motivo, si no más bien por ausencia de ellos, de a poco les comerá la cabeza. Y entonces ya no les dará vergüenza decir o escribir palabras como mierda.
Brindemos por eso.