lunes, 18 de julio de 2011

Una: La misma. (el trabajo de una tarde en co autoría con simón)

Hemos decidido unánimamente por mayoría de votos (2) que hay una nueva concepción de ver las cosas, nos alegramos al ver que todavía el amor existe en nuestras vidas, pero tenemos algo que informar a la sociedad para que se haga presente la verdad en esta institución que tanto guardamos y tanto cuidamos. A riesgo de abusar de los arquetipos platónicos nos animamos a decir, a proclamar: hay una sóla mujer. O al menos es una sóla la mujer a la cual hemos amado bajo diferentes nombres y cuerpos.
Habrá de ser así pues, que nos aventuremos a tratar de explicar esta cuestión que tanto nos atañe como género a los hombres, emancipados de toda religión, de toda institución que pueda condicionarnos a pensar.
Tampoco queremos caer en el típico y bajo, mal usado, horripilante, predeterminado, estándar: SON TODAS IGUALES. No, eso no recorre nuestras cabezas ni por un instante, no consideramos que son todas iguales, consideramos que las mujeres que amamos, pueden tener simitudes al momento de dejarse amar por nosotros.
Cada hombre ha amado a una sóla mujer. La ha llamado Laura, le ha dicho Florencia, la ha preferido rubia o morocha. Ciertas formas se conservan, se rehusan a perderse. Éste grado de idealismo repugnante nos enferma también a nosotros.
No es que sus ojos fueran malignos ni denotaran algún indicio de perversión, era más bien la forma en que miraba.
Tampoco era su manera de cebar mates, cada vez que nos cebaba mates, estos salían espléndidos, cosa que no pasaba cuando ella misma preparaba sus mates y se disponía a hacer chillar el lapiz y construir una vez más su mundo, cargado de caparazones que trataba de destruir día a día.
Había otra cosa, alguna otra cosa que era particularmente evidente cuando caminaba, cuando avanza triunfal por las veredas y reojeaba la calle y los tapialcitos que hacían de entrada a las casas del barrio.
Esa extraña manera de mirarnos, como si nos leyera de una manera la cual nos sobresaltaba, un libro abierto, transparencia a la hora de reflejarnos en ella.
Había veces sin embargo, que nos ponía incómodos tratando de descular nuestros más profundos pensamientos, la conexión entre cerebros, parecía una vez más, como sobrenatural. Podría desaparecer antes de darnos cuenta, y eso, nos producía un malestar increíble.
Uno corría riesgos frente a ella. No era sólo esa invasión a nuestros pensamientos, era que uno se volvía obtuso, siniestro, desencajado. Más de una vez alguien creyó saber algo hasta que frente a ella se desengañó. La física, la literatura, la política, todo iba perdiendo peso a medida que uno se acercaba. Tanto más infantil uno se sentía cuanto más trataba de devolverle los pesos específicos de las cosas.
La exposición que se sufría era tal, que nos quería hacer correr, llamar a nuestras madres por los fantasmas que iban apareciendo y escondernos abajo de nuestras camas, pero desafortunadamente no pasó, no había ni madres a las cuales acudir, ni camas bajo las cuales refugiarse. Teníamos que hacernos cargo de la institucionalidad de la situación, encararla, resolverla, destriparla, pero había una gran inquietud. Nunca supimos cómo hacerlo.
Lo intentamos. Le sacamos filo a todo aquello que pudiera abrila, dejara al descubierto. Ya contra el final comenzamos a sospechar que no había nada. Que era imposible dar con algo porque toda ella era éter, luces, destellos, un mechón de pelo, unos dedos en el parliament, todas cosas imprecisas, diáfanas, que se nos escabulían de entre las manos como un polvo muy fino. Diseñamos cientos de experimentos, pensamos en comprar un medidor de radiaciones varias. Y, finalmente, enloquecimos.
Enloquecimos a tal punto que pensamos que todo lo que pensabamos en ese momento estaba mal, ella había salido triunfante de esta batalla y nos había dejado hechos trizas, en el piso de la cocina meado y cagado por los perros, caímos en lo más bajo de nuestra dignidad, ya no podíamos correr, no podíamos hacer nada con tal de escapar de esa situación. Ella, con su pie sobre nuestra cabeza y una sonrisa que solo tienen los que se acostumbran a ganar batallas, a desarmar toda una estructura de contenidos tanto en nuestra cabeza, como en nuestro corazón.
Sabiamos que los que obedecían más de una vez se habían encabritado. Sabíamos que la tiranía era el arte de saber cómo y cuando tirar de las riendas. Teníamos la logística, la fuerza, la indignación, pero ella tenía un timing perfecto. Cuando el bozal comenzaba a apretar, cuando salía una llaga o cuando algo sangraba ella acudía rapidamente, bajaba la fusta, nos dejaba en paz para que descansemos, para que nos transformaramos nuevamente en caballos briosos e iracundos a los que ella pudiese domar nuevamente en un tiempo.
Pero no todo era para ella, nosotros teníamos algo, todavía quizá no se pueda describir con palabras, quizá en un futuro, cuando el lenguaje avance, podramos describir lo que teníamos, hasta ahora, resulta inefable tratar ponerle palabras a lo que teníamos, lo cual ella disfrutaba con tanta pasión. Teníamos las de ganar, el tire y afloje se había vuelto algo que ya no existía. Sus ojos nos miraban distinto que al resto y eso se notaba. Teníamos todas las de perder, teníamos que saber cuándo parar, pero no podíamos, el solo hecho de convertirnos en frías máquinas calculadoras de toda emoción y sentimiento humano, nos daba escalofríos, hasta que por fín, un día, sucedió lo inevitable.
O nos convertíamos en eunucos o arremetíamos contra la Diosa en un último asedio. Jugar a ser Aquiles, a ser el rubio Menelao. Ibamos a recuperar algo. No era la bella Helena. Quizás en un principio llegamos a sus costas por Helena, pero hacía tanto tiempo de eso que ahora nada de nuestras viejas intenciones tenía sentido. Hacía años que nos manteniamos a sus puertas, lo único que deseabamos era finalizar la batalla. No queríamos ganar, de hecho sabíamos que era imposible, aunque nos habría gustado sentir un poco de ese sabor tan ajeno, el de la victoria, el cual solo conocíamos por relatos distantes de viejos sabios. Solamente queríamos saltar sus murallas, pelear, para luego morir o volver a casa. Queriamos Itaca o los campos eliseos.
Pero algo era seguro, no íbamos a volver a casa con las manos vacías, era eso, o la muerte. Nuestro orgullo se había apoderado tanto de nuestro ser que la lucha había perdido el sentido que originalmente había tenido, no podíamos darnos el lujo de aceptar la verdad y volver a caer en la misma e irremediable confusión de nuestros sentimientos. No podíamos confundirnos, equivocarnos, ella nos había criado con cero margen de error, cualquier equivocación en ese momento podría haber terminado con nuestras vidas, entonces, fue así pues, que conquistamos, vencimos y peleamos contra mil y un guerreros, dispuestos a dejar todo por un poco de sabor a victoria, ellos no lo entendían igual que nosotros, para nosotros la vida consistía en luchar por un ideal, y ese ideal era ella.
Y así, en una mañana de invierno pasamos por sobre sus murallas. Dijimos ser otra persona, nos vestimos con ropas viejas que teníamos olvidadas. Esperamos a la noche e intentamos saquear su ciudad, despojar a la Diosa de sus investiduras para que ella nos devolviese nuestra basureada alcurnia.
Hoy amaneció nublado. Despertamos en la playa, con los brazos cansados de tanto luchar, nuestra armadura abollada de tantos golpes recibidos y nuestra espada mellada de tantos golpes asestados.
Nuestro ego ya no existe, como tampoco existe ese espíritu de conquista. Ya no hay nada. La ciudad también ha desaparecido. Solo nos queda una cosa, nuestra experiencia irremediablemente sabia, sabemos que no podemos dar nada por sentado.
Nadie nunca la vio desnuda, no como nosotros la vimos, su espiritualidad podría haber hecho que cualquiera se desvaneciera ante su mera presencia, pero no nosotros. Miramos al mar. Inmediatamente intuímos que nuestra casa hacía tiempo que había dejado de existir. Entendimos que nunca hubo donde volver. Que destruimos el único punto de referencia que teníamos para triangular los movimientos del universo. Somos naufragos. Abrazaremos con fervor al naufragio, nos transformaremos en teólogos de la tormenta. No tenemos miedo. Ni esperanzas. Todo lo que tendremos es el ahora, el futuro podrá dejar ver que todo lo que pensábamos estaba mal, caerá en la banalidad estúpida de esa sensación humana, tan vaga, tan carente de amor y de afecto, pero estaremos de pié, seguiremos luchando. Y el amanecer se hará presente de nuevo. Llegará el día en que nuestra Troya será sólo un mal recuerdo, que nos atormentará por las noches y en sueños.

martes, 17 de marzo de 2009

Qué, cómo y dónde es la patria*.

En algún lugar leo “tu eres mi única patria”, no puedo recordar donde. Una búsqueda superficial de la oración no da mayores resultados; posiblemente se trate de algún grafiti, o del primer verso de un poema mal traducido al español.
Leo “tu eres mi única patria” e inmediatamente trato de dar con alguna definición instintiva de patria. Siempre tuve esa necesidad casi enfermiza de definir las cosas, acompañada por cierta búsqueda de exactitud en la definición que termina transformándolas a todas en meras aproximaciones, detestables en la mayoría de los casos. Pero mejor no precipitarse en esta ocasión.
Una primera definición parcial y provisoria de patria podría ser la que un diccionario hace de ella, tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos. Demasiado fría y mecánica, el vocablo “nación” empaña la cuestión apenas aparece. Un amigo me da una definición algo más simple y calida, me habla del arraigo que sienten las personas por determinado lugar. Si bien esta última no entra en detalles, de las dos me parece ser la más acertada.
A pesar de no recordar el origen de la oración quizás algún rastro subconsciente de memoria pueda llegar a revelarme algo; cuando pienso “tu eres mi única patria” una serie de asociaciones implícitas me impulsa a referirla a una mujer. No es un país la patria que menta esa oración, es una señorita. ¿Cómo llego a esas conclusiones? Quizás por cierto sentido estético-poético que creo percibir en las palabras. Acaso su autor sólo se sienta como en casa al estar junto a (¿en?) ella, y en el resto del mundo, es decir en todo lo que no sea patria, todo lo que no sea ella, sienta el exilio, el destierro, las penas de un extranjero, el desconcierto absurdo con el que uno mira las cosas cuando le son ajenas.
Pienso entonces cuál es mi patria. Bueno, si me obligasen a responder rápido, diría Argentina, con lo que mi respuesta contendría a veintitantas provincias, siendo todas patrias por igual a pesar del poco apego que por Tierra del Fuego siento. Me doy cuenta de que comenzar una discusión sobre ello sería meterse de lleno en otra definición, en la de nacionalidad, y no creo que el esfuerzo valga (al menos en este momento) la pena.
Si lo pienso un poco más podría decir que mi patria es el lugar donde nací y crecí, pero no, bien sé que me sigo engañando. Es por eso que la noción de patria que emana la oración me parece tan enemistada con la de territorio, al punto de sentirla mujer antes que pedazo de suelo, es ahí donde la palabra única llega a sentirse como negación indirecta a aceptar por patria cualquier otra cosa que no se sienta como tal. Poco importa que Jauretche haya incluido en sus zonceras a aquella que dice “la patria no es el lugar donde se nace”, porque puede ser que, después de todo, no sea tan zonza.
Lo que vengo tratando de decir es que la definición de patria ha de ser de naturaleza evidentemente metafísica. La patria implica ímpetu de pertenencia y nostalgia frente a su eventual pérdida. Bien puede ser configurada, y sintetizada, como una acotación de tierra limitada por fronteras políticas para el exiliado, a fin de resumir y unificar varios conceptos, pero mas patria serán los mates que la vieja le cebaba cuando por esos lugares vivía. Quizás hasta exista más esencia de patria en un mate de la vieja que en mil hectáreas de patagonia o en un ala entera del congreso (y, perdón, Aristóteles…). Patria puede ser ese patio, esa parra, esa mesa de mármol. Patria puede ser la espalda de una mujer que apenas vemos en la noche. Patria será ahí donde el alma es sin necesidad de ser en otra parte. Patria es aquello adonde el espíritu siempre nos incita a volver. El desafortunado hecho de asociar patria sólo con extensiones de tierra y con los nombres que estos llevan es el producto de muchos años de educación (ética y) ciudadana, mera teología geográfica. Patria es el olor de los malvones, patria son esos ojos que nos miran felices y asustados.





*Cualquier información sobre el orgien de "tu eres mi única patria" es bienvenida. Espero una descontextualización absoluta...

EDIT: Es de un poema de Daniel Pelman, El mendigo y la Gloria se llama el libro, Tierra del fuego el poema.

Gracias, Nadia!

EDIT2: Me acabo de dar cuenta que el poema se llama como mi ejemplo. Jaja. Jamás leí nada de Pelman, quién sabe de dónde lo saque.

Gracias, Nadia! De nuevo...

viernes, 28 de noviembre de 2008

Confesión chiquita.

Esta desesperación sorda que tienen las cosas por no dejar de ser, por quedar siempre estancas en alguno de tantos subniveles de existencia.

Esta inmortalidad chiquita que con artilugios de la física y de la química nos hemos procurado.

Este sillón de caño estructural desde el que estoy escribiendo, junto a ese ventilador, junto a aquella ventana.

Todo eso sobre la terrible noción de que el tiempo en realidad está pasando ahora, justo ahora, mientras alguien relee esta página, y no mientras yo la escribo. Saber que el resto es nada, sillón, ventana, las bocinas de la calle. Nada. Pasados, pretéritos, fábulas incomprobables, modestas quimeras.

Eso, reconozco, me da un poco de miedo.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Excusas (recorte viejo)

Por ejemplo, ahora. Ahora yo podría escribir muchas cosas, y sin importar cuales, no serían las que quiero. Claro que podría tratar, como siempre he tratado. Como a veces, que me paso varias horas peleándome con alguna coma o con algún puto adjetivo. Pero sólo lo intentaría por cierto placer que en esa estúpida pelea creo conseguir. La verdad es que desde mucho antes de comenzar sé que lo que quiera que encuentre allí no será eso que andaba buscando. Tal vez puede que lo roce tangencialmente o, de tener mayor éxito, que al leerlo desprenda cierto aroma que me recuerde a alguna cara, a algunos ojos, a cierto lugar de la infancia, pero nada más.

Para encontrar esas cosas que quiero posiblemente necesite de todo un nuevo idioma, porque según tengo noticias ni con el castellano, ni con el ruso, ni con el inglés parecería, por lo pronto, alcanzarnos.

O sino decime, decime qué te puedo decir con un par de palabritas enfermizas, chiquitas, casi ridículas, que con un beso no te haya dicho antes y mejor. Decime cómo hago para que este abecedario te tome de las manos, cómo lo convenzo para que después las recorra lentamente. Cómo les hago entender a todos estos párrafos que no están hechos para dejarse leer, sino para susurrarse en tu oído o gritarse en mitad de la calle. Cuántos puntos suspensivos necesitaría si quisiera que entre cada oración exista una pausa fijada por lo que duran tres de tus parpadeos. O te la pongo más complicada todavía: decime como explicarle a los paganos la metafísica latente en un juego de bolitas.

Escribir es como ir de safari armado con una gomera, es esa manía por salir a perseguir ideas de las que con suerte sólo conseguiremos arrancar un par de plumas. Es cazar leones esperando secretamente a que el león nos devore.

Y sino decime, decime vos.

Pero de cualquier manera benditas sean todas estas sumas (escritor-lector) de tiempos perdidos*.

*exagero?

martes, 19 de agosto de 2008

Pocillitos, como alejar a cierto fantasma.


Sobretodo me pasa cuando te miro a los ojos, a esos ojitos tan tiernos, tan inocentemente perversos que siempre me están mirando de antemano, expectantes. Sobretodo entonces es que me asalta la brutal conciencia de que el mundo mata las horas comiéndose a si mismo, en un ritual de metafísica antropofagia.

O por ahí cuando te doy un beso también me pasa; porque un beso y mirarte a los ojos se parecen. Y entonces yo no puedo mas que pensar en que, sí, supongamos que ciertas imágenes se me peguen, escamosas, a la piel, y que ya nunca me las pueda quitar de encima; ponele, ponele que determinadas cositas tuyas sean capaces de gambetear a la férrea línea de cuatro con la que el tiempo sale a jugar. Pero, ¿y este beso?, ¿qué va a pasar con este beso que ahora te estoy dando?, ¿qué será de él cuando alguno de los dos se mueva un par de centímetros o cuando algún peatón desconsiderado nos toque timbre? Justo este pobre beso de entre tantos besos, de entre tantos abrazos de entre tantas noches. ¿Decime por qué tengo que darte un beso que va a nacer ya casi muerto, olvidado? Este beso es como meter un dedo en los engranajes del universo.

Y con tus ojos es igual. Ojos que yo miro, que otros miraron y mirarán (y que celoso estoy de todos ellos), pero al fin ojos muy de nadie, ni siquiera tuyos. Ojos, muy a mi pesar, condenados al abandono, a la descomposición orgánica, al albergue transitorio de gusanos. Porque, sí, mi vida, aunque te cueste creerlo ya anda muy campante por ahí el ancestro gusanito de aquel otro que te comerá toda por dentro.

Y a mi todo eso me parece demasiado, me parece tanto que cuando te miro siento que tengo que mirarte mucho mientras pueda, como si se tratase de una carrera desesperada, de una cuenta regresiva; siento como el tiempo pasa alrededor nuestro quebrando toda existencia, sin reparar en que ahí estamos, besándonos en su camino, él sencillamente pasa con una indiferencia que no es la de los inocentes, pasa quebrando bancos de plaza, bibliotecas, esa silla en que estás sentada, flores, pocillos de café. ¡Ay!, si vos lo vieras quebrando a unos pocillitos tan indefensos, muy poca cosa, fragiluchos. Si vieras como hace que se caigan de las mesas a la hora del desayuno y se rompan en mil pedazos, destruidos, irreparables, ya cosa del pasado, ya solamente unos pedacitos de cerámica marrón que alguna vez fueron un pocillito, y que ahora sólo son esos escombros en el suelo. Tendrías que verlo porque te incumbe, porque tus besos, al final, son como pocillitos. Y quizás intuyan cosas que vos no, cosas que preferís ignorar, pero que estos pocillitos que a cada rato me estas dando perciben de una manera cabal y trágica. Quizás esta porcelana lenguada sepa demasiado. Puede que ese oscuro presentimiento sea el que nos permite sentirnos así de vivos.

lunes, 28 de julio de 2008

Dialogo I (charla sobre la mesa de una cocina)

Hola lectores discontinuos y queridos: amigos, mami, papi. En fin. Algo tengo que postear, así que para salir del modelito hasta ahora establecido nos jugamos con algo re loco (¿).

Matías- Pasa que el turco disfrutaba de escupirle el asado a Dios.

Sergio- Sí, encima de turco, ateo, el hijo de puta. Lo extraño, che.

Sebastián- Hace poco mandó una carta con tres o cuatro fotos, en las que salió barbudo a más no poder… pero el turco no era ateo, Sergio.

Sergio- A, ¿no?

Matías- No, era agnóstico.

Sebastián- Exacto, agnóstico y de Boca.

Sergio- Decime vos, agnóstico, turco y bostero. Pobre muchacho. Tenía todas las de perder…

Pablo- Pasa que, digamos, igualmente a él no le convenía mucho la posible existencia de algún Dios.

Matías- Y si, capaz que salía perdiendo, pobre turquito. Además, una confirmación así en un tipo como él sólo era una condena a la servidumbre. Nada más. Nada de salvación eterna, o de inmortalidad. Por eso que no le convenía. Era demasiado consecuente.

Sergio- Medio anarco, el turco. No quería a nadie por encima suyo, parece.

Sebastián- Pero tampoco por debajo. Era algo así como un Iván Karamazov de estas pampas.

Matías- Claro, puede ser, tenía una actitud frente a la vida que lo volvía parecido a Iván. Pero no hay que olvidarse que el turco no era ruso. Era turco, bien turco.

Pablo- Lo mataba el déficit sanguíneo, ¿decís vos?

Matías- Más bien lo contrario. Iván, ya por ser ruso, estaba condenado al tormento. Para atormentarse nada mejor que un ruso. El turco no tenía esa capacidad. No podría terminar tan incurablemente insano.

Sergio- Bueno, para el carro, que los últimos días de Iván no están, ni estarán, por desgracia, escritos.

Pablo- Y ahí Dios nos escupió el asado a nosotros.

Sebastián- Los grandes escritores tendrían que estar imposibilitados de morir hasta que no terminen de poner en papel su última palabra.

Sergio- Debería ser como en ese cuento de Borges. ¡Si, no me miren así!. El del tipo que va a ser fusilado, y Dios, de onda nomás, le frena el tiempo por un año, cosa que termine su obra.

Sebastián- Me acuerdo… y después del año, libro mentalmente terminado, del paredón no se salva ni mierda. Cuanto sarcasmo divino, tenía que haberlo dejado publicar, por lo menos.

Sergio- Bajo el sello de Ediciones Cielito lindo.

Pablo- ¿Y cómo se llama el cuento?

Sergio- No me acuerdo, preguntale a éste que debe saber.

Sebastián- Ni la menor idea. Dame un pucho, Pablo.

Pablo- Vos siempre manguenado puchos.

Sergio- Che, ¿el turco se fue por lo de la beca esa, no?

Matías- Si, a Portugal. Sigue ahí.

Sebastián- No sé porque, pero siempre que pienso en el turco me acuerdo de los puchos de mierda que fumaba.

Matías- Es cierto, nos perfumaba cualquier habitación con esas porquerías. Anda a saber de donde las sacaba.

Sergio- Contrabando, si era un turco agnóstico y bostero, que podes esperar.

Pablo- Ahora, yo me quede pensando en lo de hace un rato, ¿para que carajo publicar? Qué vicio desagradable ese.

Sebastián- No hay quórum para una conversación de ese calibre. Bah… aunque se podría resumir rápidamente en que el arte es como una puta, ¿me entendés?, y el artista vendría a ser su proxeneta, su fiolo. De ahí esa necesidad de pasarla por la mayor cantidad de camas posibles.

Matías- Vos y las putas, Sebastián. La cosa es mucho más sencilla, loco, se publica para pagarse lo fernets, y ganar minitas de ser posible. Cita textual de Borges.

Sergio- ¿Loco incluido?

Matías- Loco incluido.

Sergio- Mira vos, yo me la hacia más de Capusotto.

Matías- No, no. Es de Borges. Que grande el viejo.

Pablo- Al turco mucho no le caía.

Sebastián- Tenemos algo de experiencia en esto. Somos cuatro, hay botellas en la mesa. La cosa puede terminar mal, no se jode con Borges.

Matías- Sebastián tiene razón, mejor injuriemos a algún enemigo común.

Sergio- ¡Yo, yo! Saramago.

Sebastián- ¿Y a vos que te pasa ahora con Saramago?

Sergio- O sea, lees las intermitencias de la muerte, y este otro, informe sobre la ceguera. Bueno, en uno, nadie se puede morir. Y en el otro todos quedan ciegos. Medía pila, encima la idea da hasta para un cuento, pero de ahí a una novela… pfff, es un abuso, te pasaste en vueltas, papá.

Matías- Creo que, mal que nos pese, esta vez tiene un punto. Pero por las dudas no lo grites por ahí, que algún saramaguense va a querer boxearte.

Sergio- Y son los únicos que leí, pero sospecho oscuramente que todos deben ser más o menos parecidos.

Sebastián- Que pelotudo que sos.

Sergio- Vos también, bobo. Sabes que te quiero.

Sebastián- Y yo a tu novia.

Pablo- Todos queremos a Sofía, che. No nos excluyas.

Matías- Nunca voy a entender como esa mina te dio bola. Nunca.

Sergio- Tengo lo mío, muchachos. Pero no desesperen que hay primas de Sofía para todos.

Sebastián- ¿En serio?

Sergio- En serio.

Matías- ¿Y que tal están? ¿Mantienen la genética de Sofía o han sufrido cierta involución natural?

Sergio- Más buenas que comer pan con dulce. Che, ¿involución natural? Una especie de para-darwinismo.

Pablo- Darwinismo elevado a la menos uno.

Sebastián- ¿Cuántos añitos tienen las primitas?

Sergio- La mas chica 15, la del medio 19, y 25 la más grande. La del medio es el climax.

Matías- Este hijo de puta se calienta con las primas de su novia.

Sergio- Es perfectamente normal, che. Pasa que las veo parecidas a Sofía y me dan cosita.

Pablo- Ey, ¿se acuerdan de que el turco quería sacar su mujer promedio?

Sebastián- Si, computando a toda mina que le gustaba para obtener una que sea, digamos, la cruza de todas

Sergio- ¿Cómo si fueran perros?

Matías- Que enfermo.

Pablo- Era un vanguardista. La metafísica nos asegura que existir la mujer promedio, que sería algo así como ese punto a la que todas parecen aproximarse.

Sergio- ¿El modelo original, decís?

Pablo- Claro, eso que te gusta de Sofía pero que no es sólo Sofía. Eso que te gustó de Mariana pero que no era solamente Mariana.

Matías- Vos también estas enfermo.

Sebastián- Para, dejalo seguir que hoy hablo poco. Instruyámonos.

Sergio- Yo te entiendo, Pablito. Estas en la noble búsqueda de un quinto elemento. No les hagas caso.

Pablo- La mitológica mujer promedio.

Sergio- Elemental suena más lindo.

Pablo- La mitológica mujer elemental. Si, puede ser. No se que haría sin vos, Sergio.

Matías- No ves que al final son unos histéricos, unos vuelteros. Peor que las minas.

Sebastián- Unas nenitas.

Sergio- Más respeto, que acá tenemos entre manos toda una nueva alquimia.

Sebastián- ¿Y sabes por donde te voy a meter tu nueva piedra filosofal?

Matías- Che, ¿alguno tiene puchos?

Pablo- Terminé el último.

Matías- La puta. Vamos, Sebas, acompañame.

Sebastián- Dale. ¿Ustedes quieren algo, nenas?

Sergio- A tu hermana.

Pablo- Y a la amiga de tu hermana.

Sebastián- Listo, philip morris de 20, y mi hermana con carlita. En 15 volvemos, muchachos.

Matías- Toma, Pablo. Pone llave cuando salgamos.

FIN.


martes, 1 de julio de 2008

Cortázar, boxeo y poesía.

Siguiendo con las analogías al boxeo, hoy me acorde de haber leído a Cortázar diciendo que la novela gana por puntos y el cuento por knock-out.

Proyectando algunas ideas, la novela vendría a ser un boxeador precavido al que no le gustan los riesgos inútiles, nada de zurdazos que lo dejen mal parado; se banca todos los rounds porque en su visión de las cosas una buena técnica le va a dar el favor de los jueces, y un único gancho bien dado no puede hacer la diferencia.

Mientras que el cuento, por su parte, sale al ring dispuesto a acabar con su rival (¿el lector?), a destrozarlo en una combinación perfecta de izquierda-derecha-izquierda. La posibilidad de quedar mal parado y sentir el peso de unos cuantos nudillos sobre su protector bucal es una de esas eventualidades que considera intrínsecas al acto boxear. Va a ir sobre su rival una y otra vez, hasta que alguno de los dos quede en el suelo.

Cuento y novela son dos boxeadores con diferentes estilos, diferentes concepciones sobre el deporte. Cuento y novela, hasta ahí muy bien, pero entonces, ¿y el poema qué? ¿Cómo gana el poema? ¿Qué clase de boxeador es?

Después de pensarlo un buen rato (lo que dura un viaje en bondi a la facultad, para ser más precisos), llegué a la conclusión de que el poema sería un boxeador descalificado, un tipo bastante sucio. Porque el poema, sin ningún lugar a dudas, descolocaría la mandíbula de su oponente antes de que suene la campana.