lunes, 18 de julio de 2011

Una: La misma. (el trabajo de una tarde en co autoría con simón)

Hemos decidido unánimamente por mayoría de votos (2) que hay una nueva concepción de ver las cosas, nos alegramos al ver que todavía el amor existe en nuestras vidas, pero tenemos algo que informar a la sociedad para que se haga presente la verdad en esta institución que tanto guardamos y tanto cuidamos. A riesgo de abusar de los arquetipos platónicos nos animamos a decir, a proclamar: hay una sóla mujer. O al menos es una sóla la mujer a la cual hemos amado bajo diferentes nombres y cuerpos.
Habrá de ser así pues, que nos aventuremos a tratar de explicar esta cuestión que tanto nos atañe como género a los hombres, emancipados de toda religión, de toda institución que pueda condicionarnos a pensar.
Tampoco queremos caer en el típico y bajo, mal usado, horripilante, predeterminado, estándar: SON TODAS IGUALES. No, eso no recorre nuestras cabezas ni por un instante, no consideramos que son todas iguales, consideramos que las mujeres que amamos, pueden tener simitudes al momento de dejarse amar por nosotros.
Cada hombre ha amado a una sóla mujer. La ha llamado Laura, le ha dicho Florencia, la ha preferido rubia o morocha. Ciertas formas se conservan, se rehusan a perderse. Éste grado de idealismo repugnante nos enferma también a nosotros.
No es que sus ojos fueran malignos ni denotaran algún indicio de perversión, era más bien la forma en que miraba.
Tampoco era su manera de cebar mates, cada vez que nos cebaba mates, estos salían espléndidos, cosa que no pasaba cuando ella misma preparaba sus mates y se disponía a hacer chillar el lapiz y construir una vez más su mundo, cargado de caparazones que trataba de destruir día a día.
Había otra cosa, alguna otra cosa que era particularmente evidente cuando caminaba, cuando avanza triunfal por las veredas y reojeaba la calle y los tapialcitos que hacían de entrada a las casas del barrio.
Esa extraña manera de mirarnos, como si nos leyera de una manera la cual nos sobresaltaba, un libro abierto, transparencia a la hora de reflejarnos en ella.
Había veces sin embargo, que nos ponía incómodos tratando de descular nuestros más profundos pensamientos, la conexión entre cerebros, parecía una vez más, como sobrenatural. Podría desaparecer antes de darnos cuenta, y eso, nos producía un malestar increíble.
Uno corría riesgos frente a ella. No era sólo esa invasión a nuestros pensamientos, era que uno se volvía obtuso, siniestro, desencajado. Más de una vez alguien creyó saber algo hasta que frente a ella se desengañó. La física, la literatura, la política, todo iba perdiendo peso a medida que uno se acercaba. Tanto más infantil uno se sentía cuanto más trataba de devolverle los pesos específicos de las cosas.
La exposición que se sufría era tal, que nos quería hacer correr, llamar a nuestras madres por los fantasmas que iban apareciendo y escondernos abajo de nuestras camas, pero desafortunadamente no pasó, no había ni madres a las cuales acudir, ni camas bajo las cuales refugiarse. Teníamos que hacernos cargo de la institucionalidad de la situación, encararla, resolverla, destriparla, pero había una gran inquietud. Nunca supimos cómo hacerlo.
Lo intentamos. Le sacamos filo a todo aquello que pudiera abrila, dejara al descubierto. Ya contra el final comenzamos a sospechar que no había nada. Que era imposible dar con algo porque toda ella era éter, luces, destellos, un mechón de pelo, unos dedos en el parliament, todas cosas imprecisas, diáfanas, que se nos escabulían de entre las manos como un polvo muy fino. Diseñamos cientos de experimentos, pensamos en comprar un medidor de radiaciones varias. Y, finalmente, enloquecimos.
Enloquecimos a tal punto que pensamos que todo lo que pensabamos en ese momento estaba mal, ella había salido triunfante de esta batalla y nos había dejado hechos trizas, en el piso de la cocina meado y cagado por los perros, caímos en lo más bajo de nuestra dignidad, ya no podíamos correr, no podíamos hacer nada con tal de escapar de esa situación. Ella, con su pie sobre nuestra cabeza y una sonrisa que solo tienen los que se acostumbran a ganar batallas, a desarmar toda una estructura de contenidos tanto en nuestra cabeza, como en nuestro corazón.
Sabiamos que los que obedecían más de una vez se habían encabritado. Sabíamos que la tiranía era el arte de saber cómo y cuando tirar de las riendas. Teníamos la logística, la fuerza, la indignación, pero ella tenía un timing perfecto. Cuando el bozal comenzaba a apretar, cuando salía una llaga o cuando algo sangraba ella acudía rapidamente, bajaba la fusta, nos dejaba en paz para que descansemos, para que nos transformaramos nuevamente en caballos briosos e iracundos a los que ella pudiese domar nuevamente en un tiempo.
Pero no todo era para ella, nosotros teníamos algo, todavía quizá no se pueda describir con palabras, quizá en un futuro, cuando el lenguaje avance, podramos describir lo que teníamos, hasta ahora, resulta inefable tratar ponerle palabras a lo que teníamos, lo cual ella disfrutaba con tanta pasión. Teníamos las de ganar, el tire y afloje se había vuelto algo que ya no existía. Sus ojos nos miraban distinto que al resto y eso se notaba. Teníamos todas las de perder, teníamos que saber cuándo parar, pero no podíamos, el solo hecho de convertirnos en frías máquinas calculadoras de toda emoción y sentimiento humano, nos daba escalofríos, hasta que por fín, un día, sucedió lo inevitable.
O nos convertíamos en eunucos o arremetíamos contra la Diosa en un último asedio. Jugar a ser Aquiles, a ser el rubio Menelao. Ibamos a recuperar algo. No era la bella Helena. Quizás en un principio llegamos a sus costas por Helena, pero hacía tanto tiempo de eso que ahora nada de nuestras viejas intenciones tenía sentido. Hacía años que nos manteniamos a sus puertas, lo único que deseabamos era finalizar la batalla. No queríamos ganar, de hecho sabíamos que era imposible, aunque nos habría gustado sentir un poco de ese sabor tan ajeno, el de la victoria, el cual solo conocíamos por relatos distantes de viejos sabios. Solamente queríamos saltar sus murallas, pelear, para luego morir o volver a casa. Queriamos Itaca o los campos eliseos.
Pero algo era seguro, no íbamos a volver a casa con las manos vacías, era eso, o la muerte. Nuestro orgullo se había apoderado tanto de nuestro ser que la lucha había perdido el sentido que originalmente había tenido, no podíamos darnos el lujo de aceptar la verdad y volver a caer en la misma e irremediable confusión de nuestros sentimientos. No podíamos confundirnos, equivocarnos, ella nos había criado con cero margen de error, cualquier equivocación en ese momento podría haber terminado con nuestras vidas, entonces, fue así pues, que conquistamos, vencimos y peleamos contra mil y un guerreros, dispuestos a dejar todo por un poco de sabor a victoria, ellos no lo entendían igual que nosotros, para nosotros la vida consistía en luchar por un ideal, y ese ideal era ella.
Y así, en una mañana de invierno pasamos por sobre sus murallas. Dijimos ser otra persona, nos vestimos con ropas viejas que teníamos olvidadas. Esperamos a la noche e intentamos saquear su ciudad, despojar a la Diosa de sus investiduras para que ella nos devolviese nuestra basureada alcurnia.
Hoy amaneció nublado. Despertamos en la playa, con los brazos cansados de tanto luchar, nuestra armadura abollada de tantos golpes recibidos y nuestra espada mellada de tantos golpes asestados.
Nuestro ego ya no existe, como tampoco existe ese espíritu de conquista. Ya no hay nada. La ciudad también ha desaparecido. Solo nos queda una cosa, nuestra experiencia irremediablemente sabia, sabemos que no podemos dar nada por sentado.
Nadie nunca la vio desnuda, no como nosotros la vimos, su espiritualidad podría haber hecho que cualquiera se desvaneciera ante su mera presencia, pero no nosotros. Miramos al mar. Inmediatamente intuímos que nuestra casa hacía tiempo que había dejado de existir. Entendimos que nunca hubo donde volver. Que destruimos el único punto de referencia que teníamos para triangular los movimientos del universo. Somos naufragos. Abrazaremos con fervor al naufragio, nos transformaremos en teólogos de la tormenta. No tenemos miedo. Ni esperanzas. Todo lo que tendremos es el ahora, el futuro podrá dejar ver que todo lo que pensábamos estaba mal, caerá en la banalidad estúpida de esa sensación humana, tan vaga, tan carente de amor y de afecto, pero estaremos de pié, seguiremos luchando. Y el amanecer se hará presente de nuevo. Llegará el día en que nuestra Troya será sólo un mal recuerdo, que nos atormentará por las noches y en sueños.