viernes, 28 de noviembre de 2008

Confesión chiquita.

Esta desesperación sorda que tienen las cosas por no dejar de ser, por quedar siempre estancas en alguno de tantos subniveles de existencia.

Esta inmortalidad chiquita que con artilugios de la física y de la química nos hemos procurado.

Este sillón de caño estructural desde el que estoy escribiendo, junto a ese ventilador, junto a aquella ventana.

Todo eso sobre la terrible noción de que el tiempo en realidad está pasando ahora, justo ahora, mientras alguien relee esta página, y no mientras yo la escribo. Saber que el resto es nada, sillón, ventana, las bocinas de la calle. Nada. Pasados, pretéritos, fábulas incomprobables, modestas quimeras.

Eso, reconozco, me da un poco de miedo.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Excusas (recorte viejo)

Por ejemplo, ahora. Ahora yo podría escribir muchas cosas, y sin importar cuales, no serían las que quiero. Claro que podría tratar, como siempre he tratado. Como a veces, que me paso varias horas peleándome con alguna coma o con algún puto adjetivo. Pero sólo lo intentaría por cierto placer que en esa estúpida pelea creo conseguir. La verdad es que desde mucho antes de comenzar sé que lo que quiera que encuentre allí no será eso que andaba buscando. Tal vez puede que lo roce tangencialmente o, de tener mayor éxito, que al leerlo desprenda cierto aroma que me recuerde a alguna cara, a algunos ojos, a cierto lugar de la infancia, pero nada más.

Para encontrar esas cosas que quiero posiblemente necesite de todo un nuevo idioma, porque según tengo noticias ni con el castellano, ni con el ruso, ni con el inglés parecería, por lo pronto, alcanzarnos.

O sino decime, decime qué te puedo decir con un par de palabritas enfermizas, chiquitas, casi ridículas, que con un beso no te haya dicho antes y mejor. Decime cómo hago para que este abecedario te tome de las manos, cómo lo convenzo para que después las recorra lentamente. Cómo les hago entender a todos estos párrafos que no están hechos para dejarse leer, sino para susurrarse en tu oído o gritarse en mitad de la calle. Cuántos puntos suspensivos necesitaría si quisiera que entre cada oración exista una pausa fijada por lo que duran tres de tus parpadeos. O te la pongo más complicada todavía: decime como explicarle a los paganos la metafísica latente en un juego de bolitas.

Escribir es como ir de safari armado con una gomera, es esa manía por salir a perseguir ideas de las que con suerte sólo conseguiremos arrancar un par de plumas. Es cazar leones esperando secretamente a que el león nos devore.

Y sino decime, decime vos.

Pero de cualquier manera benditas sean todas estas sumas (escritor-lector) de tiempos perdidos*.

*exagero?

martes, 19 de agosto de 2008

Pocillitos, como alejar a cierto fantasma.


Sobretodo me pasa cuando te miro a los ojos, a esos ojitos tan tiernos, tan inocentemente perversos que siempre me están mirando de antemano, expectantes. Sobretodo entonces es que me asalta la brutal conciencia de que el mundo mata las horas comiéndose a si mismo, en un ritual de metafísica antropofagia.

O por ahí cuando te doy un beso también me pasa; porque un beso y mirarte a los ojos se parecen. Y entonces yo no puedo mas que pensar en que, sí, supongamos que ciertas imágenes se me peguen, escamosas, a la piel, y que ya nunca me las pueda quitar de encima; ponele, ponele que determinadas cositas tuyas sean capaces de gambetear a la férrea línea de cuatro con la que el tiempo sale a jugar. Pero, ¿y este beso?, ¿qué va a pasar con este beso que ahora te estoy dando?, ¿qué será de él cuando alguno de los dos se mueva un par de centímetros o cuando algún peatón desconsiderado nos toque timbre? Justo este pobre beso de entre tantos besos, de entre tantos abrazos de entre tantas noches. ¿Decime por qué tengo que darte un beso que va a nacer ya casi muerto, olvidado? Este beso es como meter un dedo en los engranajes del universo.

Y con tus ojos es igual. Ojos que yo miro, que otros miraron y mirarán (y que celoso estoy de todos ellos), pero al fin ojos muy de nadie, ni siquiera tuyos. Ojos, muy a mi pesar, condenados al abandono, a la descomposición orgánica, al albergue transitorio de gusanos. Porque, sí, mi vida, aunque te cueste creerlo ya anda muy campante por ahí el ancestro gusanito de aquel otro que te comerá toda por dentro.

Y a mi todo eso me parece demasiado, me parece tanto que cuando te miro siento que tengo que mirarte mucho mientras pueda, como si se tratase de una carrera desesperada, de una cuenta regresiva; siento como el tiempo pasa alrededor nuestro quebrando toda existencia, sin reparar en que ahí estamos, besándonos en su camino, él sencillamente pasa con una indiferencia que no es la de los inocentes, pasa quebrando bancos de plaza, bibliotecas, esa silla en que estás sentada, flores, pocillos de café. ¡Ay!, si vos lo vieras quebrando a unos pocillitos tan indefensos, muy poca cosa, fragiluchos. Si vieras como hace que se caigan de las mesas a la hora del desayuno y se rompan en mil pedazos, destruidos, irreparables, ya cosa del pasado, ya solamente unos pedacitos de cerámica marrón que alguna vez fueron un pocillito, y que ahora sólo son esos escombros en el suelo. Tendrías que verlo porque te incumbe, porque tus besos, al final, son como pocillitos. Y quizás intuyan cosas que vos no, cosas que preferís ignorar, pero que estos pocillitos que a cada rato me estas dando perciben de una manera cabal y trágica. Quizás esta porcelana lenguada sepa demasiado. Puede que ese oscuro presentimiento sea el que nos permite sentirnos así de vivos.

lunes, 28 de julio de 2008

Dialogo I (charla sobre la mesa de una cocina)

Hola lectores discontinuos y queridos: amigos, mami, papi. En fin. Algo tengo que postear, así que para salir del modelito hasta ahora establecido nos jugamos con algo re loco (¿).

Matías- Pasa que el turco disfrutaba de escupirle el asado a Dios.

Sergio- Sí, encima de turco, ateo, el hijo de puta. Lo extraño, che.

Sebastián- Hace poco mandó una carta con tres o cuatro fotos, en las que salió barbudo a más no poder… pero el turco no era ateo, Sergio.

Sergio- A, ¿no?

Matías- No, era agnóstico.

Sebastián- Exacto, agnóstico y de Boca.

Sergio- Decime vos, agnóstico, turco y bostero. Pobre muchacho. Tenía todas las de perder…

Pablo- Pasa que, digamos, igualmente a él no le convenía mucho la posible existencia de algún Dios.

Matías- Y si, capaz que salía perdiendo, pobre turquito. Además, una confirmación así en un tipo como él sólo era una condena a la servidumbre. Nada más. Nada de salvación eterna, o de inmortalidad. Por eso que no le convenía. Era demasiado consecuente.

Sergio- Medio anarco, el turco. No quería a nadie por encima suyo, parece.

Sebastián- Pero tampoco por debajo. Era algo así como un Iván Karamazov de estas pampas.

Matías- Claro, puede ser, tenía una actitud frente a la vida que lo volvía parecido a Iván. Pero no hay que olvidarse que el turco no era ruso. Era turco, bien turco.

Pablo- Lo mataba el déficit sanguíneo, ¿decís vos?

Matías- Más bien lo contrario. Iván, ya por ser ruso, estaba condenado al tormento. Para atormentarse nada mejor que un ruso. El turco no tenía esa capacidad. No podría terminar tan incurablemente insano.

Sergio- Bueno, para el carro, que los últimos días de Iván no están, ni estarán, por desgracia, escritos.

Pablo- Y ahí Dios nos escupió el asado a nosotros.

Sebastián- Los grandes escritores tendrían que estar imposibilitados de morir hasta que no terminen de poner en papel su última palabra.

Sergio- Debería ser como en ese cuento de Borges. ¡Si, no me miren así!. El del tipo que va a ser fusilado, y Dios, de onda nomás, le frena el tiempo por un año, cosa que termine su obra.

Sebastián- Me acuerdo… y después del año, libro mentalmente terminado, del paredón no se salva ni mierda. Cuanto sarcasmo divino, tenía que haberlo dejado publicar, por lo menos.

Sergio- Bajo el sello de Ediciones Cielito lindo.

Pablo- ¿Y cómo se llama el cuento?

Sergio- No me acuerdo, preguntale a éste que debe saber.

Sebastián- Ni la menor idea. Dame un pucho, Pablo.

Pablo- Vos siempre manguenado puchos.

Sergio- Che, ¿el turco se fue por lo de la beca esa, no?

Matías- Si, a Portugal. Sigue ahí.

Sebastián- No sé porque, pero siempre que pienso en el turco me acuerdo de los puchos de mierda que fumaba.

Matías- Es cierto, nos perfumaba cualquier habitación con esas porquerías. Anda a saber de donde las sacaba.

Sergio- Contrabando, si era un turco agnóstico y bostero, que podes esperar.

Pablo- Ahora, yo me quede pensando en lo de hace un rato, ¿para que carajo publicar? Qué vicio desagradable ese.

Sebastián- No hay quórum para una conversación de ese calibre. Bah… aunque se podría resumir rápidamente en que el arte es como una puta, ¿me entendés?, y el artista vendría a ser su proxeneta, su fiolo. De ahí esa necesidad de pasarla por la mayor cantidad de camas posibles.

Matías- Vos y las putas, Sebastián. La cosa es mucho más sencilla, loco, se publica para pagarse lo fernets, y ganar minitas de ser posible. Cita textual de Borges.

Sergio- ¿Loco incluido?

Matías- Loco incluido.

Sergio- Mira vos, yo me la hacia más de Capusotto.

Matías- No, no. Es de Borges. Que grande el viejo.

Pablo- Al turco mucho no le caía.

Sebastián- Tenemos algo de experiencia en esto. Somos cuatro, hay botellas en la mesa. La cosa puede terminar mal, no se jode con Borges.

Matías- Sebastián tiene razón, mejor injuriemos a algún enemigo común.

Sergio- ¡Yo, yo! Saramago.

Sebastián- ¿Y a vos que te pasa ahora con Saramago?

Sergio- O sea, lees las intermitencias de la muerte, y este otro, informe sobre la ceguera. Bueno, en uno, nadie se puede morir. Y en el otro todos quedan ciegos. Medía pila, encima la idea da hasta para un cuento, pero de ahí a una novela… pfff, es un abuso, te pasaste en vueltas, papá.

Matías- Creo que, mal que nos pese, esta vez tiene un punto. Pero por las dudas no lo grites por ahí, que algún saramaguense va a querer boxearte.

Sergio- Y son los únicos que leí, pero sospecho oscuramente que todos deben ser más o menos parecidos.

Sebastián- Que pelotudo que sos.

Sergio- Vos también, bobo. Sabes que te quiero.

Sebastián- Y yo a tu novia.

Pablo- Todos queremos a Sofía, che. No nos excluyas.

Matías- Nunca voy a entender como esa mina te dio bola. Nunca.

Sergio- Tengo lo mío, muchachos. Pero no desesperen que hay primas de Sofía para todos.

Sebastián- ¿En serio?

Sergio- En serio.

Matías- ¿Y que tal están? ¿Mantienen la genética de Sofía o han sufrido cierta involución natural?

Sergio- Más buenas que comer pan con dulce. Che, ¿involución natural? Una especie de para-darwinismo.

Pablo- Darwinismo elevado a la menos uno.

Sebastián- ¿Cuántos añitos tienen las primitas?

Sergio- La mas chica 15, la del medio 19, y 25 la más grande. La del medio es el climax.

Matías- Este hijo de puta se calienta con las primas de su novia.

Sergio- Es perfectamente normal, che. Pasa que las veo parecidas a Sofía y me dan cosita.

Pablo- Ey, ¿se acuerdan de que el turco quería sacar su mujer promedio?

Sebastián- Si, computando a toda mina que le gustaba para obtener una que sea, digamos, la cruza de todas

Sergio- ¿Cómo si fueran perros?

Matías- Que enfermo.

Pablo- Era un vanguardista. La metafísica nos asegura que existir la mujer promedio, que sería algo así como ese punto a la que todas parecen aproximarse.

Sergio- ¿El modelo original, decís?

Pablo- Claro, eso que te gusta de Sofía pero que no es sólo Sofía. Eso que te gustó de Mariana pero que no era solamente Mariana.

Matías- Vos también estas enfermo.

Sebastián- Para, dejalo seguir que hoy hablo poco. Instruyámonos.

Sergio- Yo te entiendo, Pablito. Estas en la noble búsqueda de un quinto elemento. No les hagas caso.

Pablo- La mitológica mujer promedio.

Sergio- Elemental suena más lindo.

Pablo- La mitológica mujer elemental. Si, puede ser. No se que haría sin vos, Sergio.

Matías- No ves que al final son unos histéricos, unos vuelteros. Peor que las minas.

Sebastián- Unas nenitas.

Sergio- Más respeto, que acá tenemos entre manos toda una nueva alquimia.

Sebastián- ¿Y sabes por donde te voy a meter tu nueva piedra filosofal?

Matías- Che, ¿alguno tiene puchos?

Pablo- Terminé el último.

Matías- La puta. Vamos, Sebas, acompañame.

Sebastián- Dale. ¿Ustedes quieren algo, nenas?

Sergio- A tu hermana.

Pablo- Y a la amiga de tu hermana.

Sebastián- Listo, philip morris de 20, y mi hermana con carlita. En 15 volvemos, muchachos.

Matías- Toma, Pablo. Pone llave cuando salgamos.

FIN.


martes, 1 de julio de 2008

Cortázar, boxeo y poesía.

Siguiendo con las analogías al boxeo, hoy me acorde de haber leído a Cortázar diciendo que la novela gana por puntos y el cuento por knock-out.

Proyectando algunas ideas, la novela vendría a ser un boxeador precavido al que no le gustan los riesgos inútiles, nada de zurdazos que lo dejen mal parado; se banca todos los rounds porque en su visión de las cosas una buena técnica le va a dar el favor de los jueces, y un único gancho bien dado no puede hacer la diferencia.

Mientras que el cuento, por su parte, sale al ring dispuesto a acabar con su rival (¿el lector?), a destrozarlo en una combinación perfecta de izquierda-derecha-izquierda. La posibilidad de quedar mal parado y sentir el peso de unos cuantos nudillos sobre su protector bucal es una de esas eventualidades que considera intrínsecas al acto boxear. Va a ir sobre su rival una y otra vez, hasta que alguno de los dos quede en el suelo.

Cuento y novela son dos boxeadores con diferentes estilos, diferentes concepciones sobre el deporte. Cuento y novela, hasta ahí muy bien, pero entonces, ¿y el poema qué? ¿Cómo gana el poema? ¿Qué clase de boxeador es?

Después de pensarlo un buen rato (lo que dura un viaje en bondi a la facultad, para ser más precisos), llegué a la conclusión de que el poema sería un boxeador descalificado, un tipo bastante sucio. Porque el poema, sin ningún lugar a dudas, descolocaría la mandíbula de su oponente antes de que suene la campana.

martes, 17 de junio de 2008

Personajes

El personaje es eso que algunos somos a falta de algo que nos deje serlo todo, es como un recipiente muy chiquito o ir a comprarse un par de zapatos: bien podrían haber sido mocasines en vez de borcegos. Construidos en función de los más variados intereses, es de esperar que la relación personaje-actor genere, eventualmente, algún tipo de conflicto. Ni bien el personaje nace comienza la contradicción, siendo en ocasiones tan profunda que hay quien llega a odiar esta fructífera dualidad con todas sus fuerzas.
Pese a todo, y por raro que parezca, es en la eterna pelea y confrontación contra el personaje que la vida puede alcanzar algo de equilibrio. Si bien éste es necesario para manejarse y realizar determinadas tareas intrínsecas a nuestra naturaleza, entendiéndose por tales acciones cosas como presentarse ante desconocidos o conseguir un empleo, el mismo carece de cualquier cualidad que trascienda las tres dimensiones del mundo físico. Y posiblemente el mayor riesgo que corre un ser humano (los cuales son, en su conjunto, de la más amplia variedad) es el de creerse su personaje, ya que en tal acto renuncia a gran parte de su ser.
Si en el teatro los actores se vieran obligados a representar la misma obra durante todo el día por un par de años, no sería una locura suponer que varios de ellos terminarían, sino creyéndose su personaje, adoptando diversas actitudes propias de aquel a quien encarnaron. Y también es así que quien ha mantenido en cartelera la misma obra por gran parte de su vida, difícilmente pueda resistir el asedio constante del guión que por la fuerza memorizó, y ahora ya sólo repite. Podríamos decir que el momento en el que uno desconfía sobre la existencia de su personaje, en el que cree que esas palabras son realmente suyas y no la obra de algún guionista infernal, es la señal de que comienza a ser devorado, encaminándose a una metamorfosis que en otros términos jamás habría aceptado realizar. Dicho en otras palabras, acaba de salir de la tienda con un elegante par de zapatos que ya nunca más cambiará.
Quién sabe. Quizás la vida sin personajes sea posible, no es que no se haya tratado antes. Pero por si alguien pregunta, desconfío: sería como tirar toda esta escenografía abajo, esta que tanto trabajo nos costo levantar, para cambiarla por un deslucido cuadrilátero de box. Sería como darle un par de guantes a cada actor. Sería como una carrera hasta el knockout, sin límite de asaltos.

Y nadie paga por esa función.

lunes, 9 de junio de 2008

Crítica a un crítica.

Desesperados por encontrar algún orden divino, por escuchar y comprender las lenguas paganas que (¡les han jurado!) murmuran detrás todo. Sólo por esa necesidad tan vieja y puta de adjetivar las cosas, de llamarlas bellas, y pasarse la vida buscándoles alma y fundamento.
Falta tanto para que nos entreguemos, resignados, a la única esencia del mundo. Al absurdo.
Todos esos poetas que quieren materializar la poesía. Todos esos músicos deseando que la vida sea una sinfonía perfecta. Ese arrastrar musas al cuerpo de mujeres moribundas, absolutamente decididos a ignorar las escatológicas pruebas que evidencian la imposibilidad de tal empresa.
Como si no les alcanzará con esta vida que se palpa. Quieren más. Quieren delicadeza, arte, mucha metáfora. El alma les duele cuando van de cuerpo y ven, horrorizados, todo eso que paren sus entrañas, a tal punto que, en cualquier momento, comenzarán a negar el producto de sus necesidades fisiológicas.
No les alcanza con esta ciudad humanamente podrida, quieren un París, quieren velas, quieren la suavidad de veredas más amigables, la pedante alcurnia que otorga el jugar a tomarse la vida como una sucesión de hechos trascendentales. A usar palabras por como suenan, bajo el riesgo de no decir nada. Inocentemente, y en secreto, suspiran por que esos caballos ya no tiren los carros de cartoneros, sino a una decena de carretas ribeteadas en bronce forjado.
Se han encaprichado con que la vida ha de ser exquisita y sublime. Han pactado la supresión definitiva de cualquier alusión a los eructos y a la flojeza de vientre. Van a tapar a aquella mitad del mundo que tildaron de vulgar.
Pero el absurdo, que no reina ni comanda, que sólo existe como garantía tragicómica e insobornable, no por algún motivo, si no más bien por ausencia de ellos, de a poco les comerá la cabeza. Y entonces ya no les dará vergüenza decir o escribir palabras como mierda.
Brindemos por eso.